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Él

Anitzel Díaz

 

Se fumaba diario una cajetilla de Faros. Se le veía estar en la esquina, en la tienda donde todos los viejos del pueblo se reunían. Llegaba más de las diez en la noche con una bolsa de pan. Siempre dos conchas y dos chamucos. Para la noche y para la mañana. Cuando llegaba tenía lista una taza de nata, un platito para el pan y un vasito con jocoque junto con una guayaba. 

 

Llegaba cojeando agarrado a un bastón y se tiraba en la primera silla del patio. Para tomar aire y poder llegar a la cocina. Con sus ojos grises seguía a los gatos que se arremolinaban bajo la mesa. Después de diez minutos retomaba el camino. Llegaba a la concina donde lo esperaba ella. 


Sin decir palabra cenaban a media luz. Porque no había un foco bueno que poner. Sólo se escuchaban los sorbos y uno que otro regaño a algún gato que se paseaba por ahí. 


Terminaba de cenar y sin decir palabra o alzar un plato, se levantaba, pasaba por el baño y se iba a dormir. Nunca se le vio sin sombrero. Al otro día, de madrugaba, pasaba por la cocina, donde de nuevo ella lo esperaba. Comía un huevo duro, el pan que sobró de la noche anterior y más jocoque. Salía al corral, ensillaba al burro, se subía y se iban los dos para el cerro. 


Allá en el cerro, donde tenía siempre media docena de reses, se pasaba el día, bajo un mezquite fumando faros. Tenía el color de la tierra que lo vio nacer, lo más lindo de su cara eran sus ojos. Grises como el cielo cuando va a llover.




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