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Ilustración por María Ibeas Sánchez |
Tengo ochenta y seis años; siento la muerte cerca, ya es hora. Después de todo, es normal que muera un viejo, lo que no es normal es que muera un joven de veinte. Desde que ocurrió, fue como si nos quitaran el suelo bajo los pies; como si nos restregaran la cara en un periódico. "Cuenta los muertos, no es sólo el tuyo, ¡mira!". La verdad, no entiendo qué pasó.
En la vida no me fue tan mal; hasta ahora me gustó trabajar, siempre duro. Nunca me quejé, porque siempre disfruté mi trabajo. ¿Quién iba a decir que, después de salir del pueblo, lograría trabajar con aviones? En aquella época era impensable, pero así fue; me pasé toda mi vida arreglándolos. Gracias a eso pude viajar y ver otras realidades. Me gustaba conocer nuevos lugares, pero siempre disfrutaba más regresar a mis olores y sabores, a la mugre de las calles, al caos de la ciudad, al gris y al verde. Para mí, México siempre ha sido un conjunto de canciones, comida picante, color gris y verde. Una jacaranda en flor, un mariachi en la madrugada. Aquí conocí a mi chatita y, aunque la hice renegar un poco, formamos una familia. México es donde está todo lo que he querido; donde construí una casa y planté un árbol (de plátano), donde adopté un perro, me gané la lotería y también la perdí. México es donde ahora soy abuelo. Y ahora, al final de mi vida, México es también donde perdí algo; donde perdí una parte de mí.
Recuerdo cuando era niño. No es que no haya sufrido pérdidas; sí las tuve. Se me fue el único hermano que tenía, pero nadie me lo quitó. Era sólo un niño, fue un accidente. Se volcó un camión de redilas que manejaba el cura del pueblo; iban varios en la parte de arriba, sólo mi hermano murió. Todos lloramos cuando se fue, ahora no pudimos ni llorar, de puro miedo. Ahora sólo fue uno más en la cuenta de muertos, y creo que ni eso, ni siquiera salió en las noticias. De niño me gustaba cazar pájaros con la resortera y coleccionaba bichos en frascos. Siempre soñaba que volaba; y así pasé mi vida, volando. Siempre fui un hombre sencillo. Mi señora se desesperaba, pero yo era feliz con una cerveza y un buen partido de fútbol. La tertulia con los amigos, cómo nos gustaba quejarnos del gobierno. No importaba cuál ni de qué partido, todo era siempre culpa de ellos. Hasta del temblor los culpamos. Pura burla, pero dicen que de broma en broma, la verdad se asoma. Es cierto que nos gusta quejarnos y despotricar; al final, no recuerdo que hayamos hecho algo por cambiar. Lo divertido era la tertulia, pero nunca nos juntamos a contar muertos. Muchos ya se han ido, cada vez somos menos y cada vez leemos menos el periódico, cada vez vemos menos el fútbol. Desde que pasó, no los he visto. Me han llamado, preguntan por mi salud, por la de mi señora, y cuelgan.
Todos los domingos voy por mis taquitos con mucha salsa, o tal vez birria o pancita. Eso es lo que más extraño cuando me voy: la comida. Ahora que me vaya, tendré que empacar tortillas, salsa... Mi hija se fue hace años, se casó con un extranjero. Después de todo, para eso le pagamos su educación, para que encontrara una vida mejor. Y la encontró, sólo que muy lejos. Quiere que nos vayamos allá con ella un tiempo, "mientras pasa", dice. Pero a mi edad es difícil cambiar. Tengo mis rutinas y me gustan. Nunca he podido estar sin hacer nada, y ahora ayudo a mi hijo con la venta de sus cortinas; puso una fábrica. Las cortinas se venden bien y me gano mis centavos. Tengo la pensión, pero si me quedo en casa, la señora me vuelve loco. Salgo todas las mañanas con mi cargamento y me voy al centro, allá se venden mejor. Siempre llevo mi pluma, por si las dudas. Mi nieta cree que estoy loco. "¡Cómo una pluma, abuelo!". Le digo que es mi defensa; si alguien me quiere robar, le ensarto la pluma en la mano y corro. Cargo dinero; me pagan en puro efectivo. Pero me he sabido defender. A mi coche le puse un botoncito por si intentan robármelo; no va a arrancar, sólo yo sé dónde está. Todas las puertas de la casa tienen un clavo atravesado para que no se puedan abrir desde afuera; yo mismo los pongo cada noche. Al final, no pude hacer nada. Como dice mi nieta: "¿Y tu pluma, abuelo, puede con las metralletas?". ¿Qué le puedo decir?
Mi señora también es de mi pueblo. Le eché el ojo antes de irme. Le dije: "Chatita, espérame; cuando junte unos centavitos, mando por ti". Me esperó, y eso que estaba linda la condenada. Ahora la veo apagarse poco a poco. Su frente está surcada por una arruga profunda, su mirada se pierde y suspira. Le doy un beso y me voy. La quiero, siempre la he querido, pero no sé cómo curar su dolor. Es un dolor amargo y universal, dolor de mujer vestida de blanco.
Cuando llegamos a esta ciudad sentí que me devoraba. Era inmensa, y ni al millón de habitantes llegábamos. Pero yo venía de un pueblo con cuadro, iglesia, calles de tierra, vecinos metiches y niños mugrosos. Nos dijeron que tuviéramos cuidado, que en la ciudad la gente era mala, que había muchos rateros. Al final, las mejores personas que he conocido son de aquí. Y nunca, hasta hoy, nos había pasado nada. Y no nos pasó aquí, nos pasó en el pueblo.
Mi madre se quedó huérfana a los ocho años. Su padre murió a manos del ejército del hermano de Emiliano Zapata. Dicen que los traicionaron. Eran del ejército federal; iban a rendirse y los mataron a todos. Pero su muerte significó algo, al menos para mi madre. Era su héroe, luchaba por algo. He visto mucho en mi vida, pero nada como esto. Antes, siempre se luchaba por algo. Ahora, ¿qué defienden esos que matan sin piedad? ¿Cuál es su bandera?, ¿cuál su color? Nunca he justificado la violencia, pero debo admitir que no crecí con esto. La familia de mi señora era militar, todos. Yo no. Siempre vi las guerras como algo lejano, en las noticias. Ahora, no sé.
Lloro ahora. Me enseñaron a ser hombre, a no llorar. A trabajar de sol a sol, a disfrutar de una cervecita. A creer que, si cumples con tu parte, la vida te va a tratar bien. Nunca le hemos hecho daño a nadie, al menos no que sepamos. No sé si hubiera sido mejor irnos. Vivimos en Long Beach un tiempo, cuando fui por unos aviones. Los niños aprendieron inglés, y aunque la señora lo negó, estaba contenta. Pero pudo más el amor al terruño. Nos regresamos. Y quizá, si nos hubiéramos quedado...
Todavía salimos y vemos la paz de una madre que pasea a su hijo, la ilusión de verlo crecer. A mi edad, se disfrutan las pequeñas cosas. Pero algo está roto para siempre. Nos robaron esa tranquilidad, esa vejez en calma. Rezo. Y sobre todo, recuerdo. Recuerdo a los que se han ido, y a los que voy a dejar. Mi señora me preocupa. Es más débil de lo que parece. Estoy pensando llevármela conmigo. ¿Para qué la dejo? Si hubiera podido salvarla de esto... No puedo sacarme de la cabeza la pregunta de mi nieta: "¿Cuántas más vidas?".
Great blog ! Keep it up.
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