Leonardo Da Vinci es considerado uno de los más grandes artistas de todas las épocas y probablemente una de las personas más diversamente talentosas que haya existido. Incursionó en las ciencias y las artes por igual. Su obra La Gioconda (La Mona Lisa) es una de las pinturas más reconocidas de la Tierra. Cuando muere Gian Galeazzo, duque de Milán, lo sucede Ludovico Sforza. No se sabe con exactitud cómo llegó Da Vinci a la corte de Sforza, pero se cree que llegó como músico talentoso, posiblemente para entregar una lira como regalo diplomático a Sforza de parte del gobernante de Florencia. De esta manera Da Vinci llega a Milán aproximadamente en 1482, a la edad de treinta años, e inmediatamente se crea una amistad cercana entre el pintor y el duque de Milán. Da Vinci pinta muchos de sus cuadros más famosos en Milán: entre ellos La dama del armiño. Fue durante su estadía en Milán que Da Vinci comienza sus estudios sobre anatomía y tiene la oportunidad de pintar a Cecilia Gallerani, la amante de dieciséis años del duque. Como Cecilia era una belleza celebrada y famosa, Leonardo usó su retrato para ilustrar su creencia de que al responder a todo lo que es bello y armonioso en el mundo natural, una pintura puede inspirar amor en sus espectadores. En esa época los temas del amor y la belleza eran centrales en los retratos de mujeres. En las negociaciones de matrimonio muchas veces se enviaba un retrato de la novia al futuro esposo para que viera su apariencia, y se idealizaba a la modelo, ya que se creía que la belleza exterior de las mujeres era el reflejo de la virtud interior. La dama del armiño Se ha dicho desde el Renacimiento que a Leonardo Da Vinci no le atraían las mujeres. Le gustaba rodearse de jóvenes; incluso vivió con varios de sus aprendices, incluyendo a Salai, a quien le dejó La Mona Lisa. Sin embargo, en el cuadro de Cecilia Gallerani se percibe una clara atracción del pintor por la modelo. La Cecilia de Leonardo tiene hombros pequeños y redondeados, el cuello adornado con un collar negro, rostro alargado y una nariz perfecta. Parece mirar a alguien que está junto a ella, tal vez a su amante. Cecilia aparece blanca, suave y hermosa. Los críticos hablan de la obra como una alegoría de la pureza debido a varios elementos retóricos de castidad y abnegación que se pueden apreciar en la pintura. Sin embargo, este retrato de Cecilia Gallerani también habla de la relación que sostuvo con Sforza a los dieciséis años y que de hecho fue consumada. Esto es particularmente evidente en las garras del armiño, que se acerca a la comisura de la manga de su ama, un motivo claramente sexual. La disposición desproporcionada de las manos de Cecilia también enfatizan el contacto físico y tiene una connotación erótica del sentido del tacto. Cecilia Gallerani se convirtió en amante oficial del duque Ludovico gracias a su pasión por la literatura y la música, ambos gustos compartidos por el duque. Nunca se casaron, aunque sí tuvieron un hijo, Cesare Sforza Visconti. Más tarde Cecilia se casa con el conde Ludovico Carminati de Brambilla y se convierte en un referente intelectual de la época; era una cantante dotada, así como también poeta. Gallerani presidió el primer Salón de Arte Europeo, donde se reunirían las mentes más talentosas de la época. El armiño que porta Cecilia en el retrato tiene doble simbolismo. Por un lado, alude al propio duque, conocido con el sobrenombre de Ermellino (armiño), por haber recibido en 1488 la Orden del Armiño. Y, por el otro, es una representación fálica. En este retrato, el artista abandona la tradicional representación de perfil y muestra a la modelo en una perspectiva de tres cuartos y medio torso, lo que representa la separación de mente y cuerpo, esto es: sensualidad y espíritu. La dama del armiño desapareció tras la muerte de Gallerani, reapareciendo nuevamente en Polonia en 1800, cuando la familia Czartoryski adquiere el cuadro; la familia apenas sabía lo que compraba. Cuando La dama… llegó al castillo al sur de Varsovia, Izabela Czartoryski exclama ante el armiño: “¿Eso qué es? Si es un perro es muy feo.” Después su historia corrió junto con la de los Czartoryski: por un tiempo, para protegerla, la obra estuvo emparedada, incluso llegó a ser confiscada por los nazis. Actualmente se conserva en el Museo Czartoryski de Cracovia (Polonia) donde se exhibe con el título de Dama z gronostajem. Cuando le preguntaron al príncipe Adan Karol (heredero y actual dueño de la pieza) por el valor del cuadro, respondió: “Si se pierde me muero. Ese es su precio.” Hijo ilegítimo del notario florentino Piero Da Vinci y una campesina de nombre Caterina (a la cual no le permitían ver), desde pequeño Leonardo mostró insaciable curiosidad por varias actividades, aunque sólo mostró un interés constante por el diseño, el dibujo y la pintura. Al darse cuenta de esto, Ser Piero lo llevó al estudio de Andrea del Verrocchio, amigo cercano y conocido pintor de la época. Andrea quedó tan impresionado por su capacidad que desde ese momento lo integró a su estudio. Quizá sólo quince de las pinturas de Da Vinci sobreviven, y de éstas sólo cinco son retratos. Sin embargo, estos pocos trabajos, junto con sus bosquejos, dibujos, diagramas científicos y sus pensamientos sobre la naturaleza de la pintura constituyen uno de los legados más significativos para futuras generaciones de artistas. Su agradable conversación le abría muchas puertas en las cortes más importantes de Europa, y aunque no tenía nada y trabajaba poco siempre llevó vida de noble. Sentía que sus manos eran incapaces de realizar las perfectas creaciones de su imaginación. La parte más creativa de su vida la pasó en la corte de Milán, junto al duque Ludovico Sforza. Pero cuando su salud se vio afectada, en 1516, se retiró a Francia bajo la protección de Francisco I y se dedicó más que nada a investigaciones científicas. La mayoría fueron especulaciones teóricas sin consecuencias prácticas. Publicado en La Jornada Semanal @anitzel |
No es el filósofo el que sabe donde esta el tesoro sino el que trabaja y lo saca. Francisco de Quevedo Se sentaban en mi cama. Mira, por esta y hacía con la mano la señal de jurar. Lo sentía, el peso, el rechinido de la cama, niña que se me caían los calzones del susto, decía mi pobre abuela. Si le hubiéramos creído otro gallo nos hubiera cantado. O no. Ya ni sabe uno. Resulta que eso de los tesoros es real y había uno enterrado en una casa de adobe que rentamos un día Don Vic y yo a las afueras de Puebla. Ni me acuerdo cómo fuimos a parar a ese pueblo que hoy será dizque muy bonito, pero en ese entonces eran tres calles de terracería y uno que otro ranchillo. Eso sí, mucha iglesia y campanario. La casa se estaba cayendo, si por eso nos fuimos. Si la niña les hacía tremendos hoyos a las paredes si se descarapelaban todas. Tenía su corral y una huertita. Todo era color adobe, sepia, tierra. Le sembré unos malvoncitos pero nunca se me dieron las plantas, no les tengo paciencia.
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