A Fernando Botero lo conocí en marzo del 2012 cuando Bellas Artes celebró sus 80 años con una retrospectiva de su obra. Fue de las primeras veces que tenía una conversación con una celebridad y sí que fue una celebridad, hoy que tristemente se dio a conocer su muerte medios de todo el mundo le rindieron homenaje al artista colombiano. Después de todo su apellido se convirtió en un ismo: “boterismo”.
En aquella ocasión, habamos, sobre todo, de lo que nos apasiona a los dos, la historia del arte. A lo largo de su vida como pintor Botero ha realizado una serie de versiones boterianas de obras universales; “He sido gran admirador de la pintura antigua por eso les hago un homenaje al mismo tiempo que trato de aprender de ellos”. Ha hecho hasta diez versiones distintas del niño de Vallecas de Valazquez, pero aseguró que nunca lo copió “Se trata de hacer una versión boteriana de cuadros que son importantes. En la pintura el concepto es lo más importante, más importante incluso que la técninca y a través del estilo uno puede apoderarse de la obra de otro artista y que sea un Botero”. Como la versión particular del artista del cuadro Los duques de Urbino de Piero della Francesca acerca del cual me contó: "Mi cuadro de los duques es mucho más grande, el original mide 30 centímetros" y en un capricho inviertió a los modelos, "Yo lo hice a la inversa decidí pintar el ojo que le faltab a Federico. ¿Sabes? se mandó a operar la nariz para poder ver más con el ojo que le quedaba; tenía una nariz enorme". El Duque perdió el ojo derecho en un torneo y en otro le rompieron la nariz.
Hoy, la celebridad se la debe, sí, a su estilo artístico tan distintivo y su contribución al arte contemporáneo pero sobre todo a la consistencia en su trabajo a lo largo de los años. "La madurez de un artista supone que las influencias que alimentan su obra van quedando atrás. Lo importante es estar abiertos a estas influencias y saberlas asimilar y superar. En ese momento se alcanza una madurez estilística y artística".
A Botero su afición a los toros y su deseo de ser torero son lo que lo llevaron a ser artista plástico. A los quince años se matriculó en la escuela de tauromaquia en su natal Medellín. Su ilusión la enterraría un animal de 400 kilos. "Me faltó todo el valor de la tierra", comentó en una entrevista. Pero fue justo en sus ratos libres del toreo cuando comenzó a copiar los carteles de Ruano Llopis, hasta logró vender uno, me contó; “lo vendi por algunos pesos que perdí mientras corría a darle la noticia a mi familia”, y con una sonrisa añadió “el bolsillo del pantalón estaba roto”.
Era muy disciplinado, le gustaba trabajar a solas hasta ocho horas al día y cultivó a conciencia su personaje público. Formalmente, la pintura de Botero es más un lenguaje que una técnica. Lo que hizo fue tomar los cuentos y la idiosincracia de su país y la filtró a través de los maestros convirtiéndo su obra en un ícono universal, ahí es donde recae su gran valor. La clave está en la frase que le gusta repetir: "Me gusta exaltar la forma, hago todo más grande; doto de volumen". A pesar de la aparente ingenuidad de sus piezas, éstas contienen un análisis profundo de las personas y su entorno. El volumen que su pincel imprime, vacía a las personas y a los objetos de todo contenido sentimental, intelectual y moral, reduciéndolos a simples presencias físicas.
En cambio en la escultura es la limpieza de forma, tan bien lograda, la que dota a la pieza de emoción y narrativa. A menudo son comentarios sutiles pero poderosos sobre temas sociales y políticos, como la opresión, la desigualdad y la violencia, lo que las convierte en una forma de crítica social. El artista estableció su taller de fundición en Pietrasanta Italia, donde incluso Miguel Ángel seleccionaba materia prima para sus obras, durante más de treinta años “En cierto modo fue un retorno a mis orígenes, ya que en el siglo 18 mis antepasados, los hermanos Giuseppe y Paolo Botero, embarcaron en el puerto de Génova con destino a Medellín”.
Me acuerdo que al final de la entrevista le comenté que por alguna razón me lo imaginaba más grande, sonrió y me contestó, “no soy un Botero”.
Anitzel Díaz
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