Mi patria profunda es el exilio.
Gabriel Matzneff
Uno ni se imagina por lo que va a pasar cuando decide irse. Las ganas de irse son tan grandes y la esperanza lo abarca todo. Cierra uno los ojos y se avienta. Jóvenes éramos, jóvenes, no es que no lo seamos más, sólo han pasado diez años. Dos jóvenes solos, hartos. Agarra uno algunas cosas y se embarca. Siempre con la ilusión de algo mejor. Y el algo mejor sólo se convierte en algo diferente, y dos se convierten en cuatro y la carga va pesando más. (Y lo mejor se convierte en rutina y pesa). Y uno se acerca a los que son como uno, a los que se fueron. A los que no son de aquí, ni de allá y que seguirán hasta encontrar un lugar de donde cree uno que es.
Y así llega uno a dónde fue. Y trabaja, de lo que sea, el doctorado hay que guardarlo, sí, aquí espanta. Hacen más falta manos para la construcción o servir (por más feo que suene y uno nunca lo hubiera hecho en su propio pedazo de tierra), que tipos para enseñar, y uno construye y uno ve a su mujer servir y ve a su primer hijo nacer tan lejos y tan diferente. Y uno se calla y trabaja y uno esconde el acento. Que si no puede esconder la cara, sí puede esconder el habla y uno se hace pequeño, casi invisible, para que no echen culpas y uno va sembrando libros; ropa; recuerdos, pedazos de piel, pedazos de uno. Uno no puede cargar con todo cada que viaja buscando su rincón.
Y uno colecciona conocidos. Que los amigos, esos que llamas después de veinte años y te reciben como si ayer los hubieras dejado, esos también se fueron. Y uno emprende, otra vez, la huida sin saber si por fin es la última ya con cuatro a cuestas. Y uno sonríe porque a la próxima seguro nos va mejor. Nos vamos a soñar el sueño ese que todo promete.
Y qué pasa cuando uno ya pasó por tres aduanas, interrogatorios y revisiones. Cuando pasó unos días con ese hermano que ha dejado atrás y nos dio asilo, y cuando uno tuvo que dejar más de la mitad de su equipaje que era todo lo que tenía en el mundo.
Cuando uno vio llorar a sus hijos por despedirse, una vez más, de todo y responder a un niño de cinco años que con los ojos secos pregunta ¿Esta vez vamos a volver? Que en la última aduana del último pueblo, del último país, nos retienen dos días, nos quitan todo los ahorros –pa´ pasar güerito hace falta mucha lana. Porque saben de dónde somos y nos están esperando. Pero vale la pena porque es el último paso antes de llegar a nuestro destino. Como dijo Sabina, ¿a dónde ir cuando no quedan islas para navegar?
---
Con dieciséis años que va a saber uno de lo que le espera allá. Qué sabe uno dónde es allá. Cuando te visten de domingo, te suben a un barco, te avientan a una isla más perdida que el pueblo de piedras de donde saliste.
Qué va a saber uno cuando ve a sus nietos irse de nuevo.
Anitzel Díaz
Comentarios
Publicar un comentario