Graciela Iturbide: "A mí me gusta la soledad, por eso soy fotógrafa”
Conversamos con nuestra gran artista del ojo. La cámara, confiesa, es su pretexto para conocer el mundo
Por: Anitzel Díaz
Nacida en 1942, en la Ciudad de México, Graciela Iturbide es la fotógrafa viva más influyente de nuestro país. Cazadora de imágenes inverosímiles, curiosa e intuitiva, se formó en el estudio de Manual Álvarez Bravo a principios de la década de 1970. De hecho, puede decirse que no sólo adoptó sino que continuó y revitalizó su legado. Su ojo ha privilegiado la vida cotidiana de los pueblos indígenas, en especial de las mujeres. Resultan más que célebres su serie sobre Juchitán y sus retratos de los seris de Sonora. Conversamos con ella sobre sus inicios en la fotografía, sus fantasmas oníricos, sus pasiones personales y sus nuevos proyectos.
La fotografía se caracteriza por capturar un instante, por hacer de un instante una historia. ¿En qué consiste tu proceso? ¿Disparas ante la sorpresa o tomas fotografías y luego te sorprendes en los contactos?
Trabajo sorprendiéndome con lo que veo. No voy con un tema. Puedo traerlo dentro de mí, pero lo que encuentro, me sorprende. Si no me sorprende no sirve de nada. Después, cuando haces los contactos, vuelves a sorprenderte con muchas cosas que pasaste por alto. Es el caso de “La mujer ángel”, la que carga consigo un aparato de radio. Yo llegué a mi casa y dije: ¿A qué hora tomé esta foto? No me acordaba; es más, ni la había visto…
…Y es una de sus fotos que más llaman la atención.
Yo sigo dos procesos: que el ojo se sorprenda cuando ve algo, estar lista para eso que muchas veces da resultado, y después los contactos. Cartier-Bresson decía que el momento decisivo consistía en tomar la foto. Yo creo en el momento en que tomas la foto y en la manera en que eliges tu contacto. O sea: hay dos sorpresas pero la primera es la más importante.
Para muchos artistas la cámara es como su firma. ¿Qué cámara utilizas o cuál es la que más te gusta? ¿Qué formato prefieres?
Mis favoritas son una Rolleiflex vieja y una Mamiya. Durante mucho tiempo usé Leicas porque viajo mucho y son las más ligeras. Pero como ahora veo cuadrado, prefiero la Mamiya y mi Rollei viejita. Me gusta el formato 6 x 6; he dejado a mis Leicas un poco olvidadas.
¿Cómo logras que tus sujetos se sientan cómodos cuando los fotografías?
Establezco una relación de complicidad. Vivo en sus casas y de esa manera puedo conocerlos. Las fiestas se prestan para trabajar pero nunca tomo una foto sin avisar. A la gente sencilla no le gustaba tanto que le tomara fotos porque creían en el mal de ojo; se supone que les iba a robar el alma. Ahora, con la tecnología, ellos mismos se hacen videos y se toman fotos, de modo que ya no resulta difícil.
¿Qué consejo le darías a un fotógrafo joven? A esta pregunta, Annie Leibovitz respondió que el mejor consejo era que el fotógrafo joven se quedara en su casa y comenzara fotografiando amigos y familiares, gente que aguantara tus exigencias. ¿Qué piensas al respecto? No hay muchas fotografías de Graciela Iturbide, de su familia y sus amigos.
No las he publicado pero aquí tengo como cinco cajas de la familia Rocha. También publiqué un libro infantil, Asor, donde mis tres nietos van a recorrer un mundo de sorpresas. Hay cosas raras, como en los países a los que he viajado: la sirena bífida, casas abandonadas, objetos de Cenicienta. Armé todo un libro con mis nietos al principio y mis nietos al final.
Yo les aconsejaría a los fotógrafos que trabajaran con pasión y disciplina, que fotografíen lo que quieran mientras lo hagan con pasión: objetos, gentes en los pueblos… Depende de cada personalidad, pero tienen que aventarse. El fotógrafo Larry Siegel me dijo alguna vez que debía tomar uno o dos rollitos diarios para empezar a practicar. Para mí, la fotografía es un pretexto para conocer el mundo, la cultura del mundo, la vida, y un poco a mí misma.
¿Eres fotógrafa viajera o viajera fotógrafa?
Soy fotógrafa viajera. Nunca viajo sin mi cámara; es más importante el trabajo que mis vacaciones. Mi cámara es mi pretexto.
¿También revelas?
Este lugar era mi laboratorio pero como ahora viajo mucho lo convertí en mi archivo. Tengo dos asistentes en México que revelan muy bien. Voy a exponer en la Tate Gallery y en Bélgica me están produciendo las impresiones. En una época, cuando expuse en el Getty, un impresor muy bueno me ayudó con las impresiones. Extraño el proceso pero no tengo tiempo de meterme al laboratorio.
¿Solías experimentar cuando te metías al laboratorio?
Experimentaba pero sobre todo trataba de que la copia resultara correcta.
¿De modo que tu proceso creativo pasa por la imagen y no por el revelado?
Exacto.
¿Has tomado fotografías de las cuales te arrepientes?
A veces las rompo, a veces las guardo y a veces, ya en la exposición, me doy cuenta que son malas. Me pasó con una de mis primeras fotos, la de unos niños en un volantín, que nunca he vuelto a exponer. En ese sentido, es bueno exponer tu obra porque reflexionas frente a la pared.
La mayoría de tus fotos no tienen título…
Muchas sí. En el ensayo sobre las cabras, una lleva “Carmen” por título —la del cuchillo, que me recuerda la ópera Carmen— y otra “El sacrificio” porque aparece una cabrita a la que están degollando.
Yo no acostumbraba titular mis fotos hasta que Álvarez Bravo me dijo: “Tienes que darles título porque así la gente las distingue”. A él le pasó una cosa muy curiosa. A todas les ponía título y sin embargo tiene una que se llama “Sin título”. Es su nombre. Mis últimos trabajos no llevan título, sólo uno, “Sogno”, una mujer que va pasando sobre un texto escrito con gises que dice tal cual, Sogno (el sueño). En Roma acabo de fotografiar a una niña que está agachada, y a quien llamo la niña araña, pero la foto aún no tiene título porque apenas se va a exhibir.
¿Sueñas con las imágenes?
Te voy a explicar un sueño que tuve. Yo me había separado y todos, todos, todos mis negativos se quemaban. Era maravilloso porque la señora de las iguanas y la mujer ángel salían del negativo caminando, como si fueran personas. Me encantó porque sentí que estaba salvando a la persona, no a la foto.
Esta imagen que tienes de la muerte… este hombre sobre el suelo…, ¿te ha perturbado en sueños?
Sí, ya no la publico, después de una exposición en Suiza que viene de la Fundación Mapfre, en España, donde se encuentra la secuencia entera. No son fotos buenas pero cuando yo iba de camino a enterrar al angelito, acompañando a sus padres, apareció la muerte en medio del camino y la fotografié. Yo pensé que era un sueño, que no era realidad, que era mentira y que iba a revelar las fotos y no iba a salir. En Suiza la secuencia llamó mucho la atención porque se trataba de la muerte. Yo perdí una hijita y me dio un poco la obsesión de retratar angelitos muertos, y sentí que la muerte me decía: “Hasta aquí, Graciela, basta”. La foto forma parte de un libro pero es horrible; ya está guardadita.
¿Documentas o narras la realidad?
Documento para narrar; uno guarda en el inconsciente lo que quiere tomar. Todo es documento, hasta lo abstracto es documento. Lo que pasa es que hay que tener una personalidad, un lenguaje fotográfico. La parte misteriosa, en mi caso, es muy fuerte. Claro que salgo a la calle a documentar pero también a narrar lo que veo, lo que puedo ofrecer a los demás.
¿Nunca has dado clases?
Sí, en Arles, en Barcelona y en algunos talleres en México. Ahora hay algunos fotógrafos, pocos, que me enseñan su trabajo y lo comentamos. Pero no soy buena para dar clases… Me da pena hablar cuando veo fotos horribles. Prefiero irme por otro lado.
¿Has conocido a alguien que merezca la pena que seas su mentora, así como lo fue Manuel Álvarez Bravo para ti?
Maya Goded, pero afortunadamente es muy independiente.
Lo que pasa es que durante un tiempo conviví con Álvarez Bravo como asistente. No fue mi maestro de fotografía, fue mi maestro de la vida. Con él escuchaba música, aprendí literatura, el arte popular. Aprendí de su personalidad poética. Lo extraño porque era un hombre muy fino, muy delicado, que me enseñó más de la vida que de la fotografía. Él me decía: “Graciela, hay que ver mucha pintura para hacer fotografía”. Yo le dije alguna vez: “Maestro, y ¿cómo se revelan los rollos?” Yo ya sabía pero quería que me lo explicara mejor. “¿Sabe qué, Graciela, compre un rollito de Kodak, lea las instrucciones y hágalo así y le va a quedar perfecto”. Me enseñó a ver, a reflexionar.
¿Cómo lograste que te tomara como asistente?
Me dio permiso de asistir a sus clases. Me vio muy entusiasmada y vio una foto que había tomado y le encantó. Dos días después, me dijo: “¿Y no quieres ser mi achichincle?” Dije: “Obvio que quiero ser su achichincle”. Fue la casualidad, el mundo, la vida maravillosa.
¿Por qué la fotografía y no la literatura, el cine…?
Dejé el cine porque conocí a Álvarez Bravo. Yo quería ser escritora pero me casé muy jovencita y del cielo cayó la fotografía. Me gustaba desde niña, tomaba fotos porque mi padre era un aficionado de la fotografía y yo me robaba las fotos que encontraba en mi casa. Pero idealmente quería ser escritora.
Decides dedicarte al arte a los 27 años. ¿Cómo llegaste a ese camino?
En mi casa no me dejaron estudiar literatura; nunca fui a la universidad. Tuve tres hijos seguiditos y en cuanto ya estuvieron más grandes escuché en la radio que había una escuela de cine y me inscribí. Mi familia es muy conservadora pero rompí con todos sus patrones. Ellos estaban aterrados; la mujer tenía que ser para la casa y para cuidar niños.
Hay personas que tocan tu vida y otras que sólo pasan. ¿Tienes algún recuerdo en especial de alguien que hayas fotografiado?
Evidentemente, el de Álvarez Bravo, a quien le tomé muy pocas fotos porque no se prestaba para ello. Recuerdo al general Torrijos porque trabajé mucho tiempo en Panamá; también a García Márquez y a Vargas Llosa, pero sobre todo a Toledo, porque es mi cómplice. Incluso inventa poses, lo cual es maravilloso. Es mi sujeto de fotografía preferido. Álvarez Bravo y Toledo tienen curiosamente algo en común: su sencillez, su inteligencia.
¿Consideras que tu fotografía es feminista o femenina?
Femenina. Yo soy feminista pero jamás he hecho un trabajo feminista. Fui a Juchitán y fotografié a las mujeres porque vivía con ellas, me querían y protegían. No soy feminista ni política en mi trabajo, aunque estoy politizada. Fui una feminista inconsciente al romper con mi familia y la tradición pero en mi fotografía soy yo, Graciela Iturbide.
¿Hay alguna imagen que se te haya ido?
¡Ay sí! Yo estaba tomando una foto que se llama “El viaje”, que capta a una bicicleta que transporta pollos con las patas para arriba. En ese momento pasó una pareja ya grande que acababa de casarse en Tlaxcala. Parecían llenos de polvo y estaban acompañados por una mujer salida de una película de Viscontti. La escena era tan maravillosa que no pude fotografiarlos; únicamente los miré. En Juchitán, muchas veces estaba platicando con las señoras y no podía decirles “Espérame, ahorita vengo, voy a tomar una foto”, porque era una falta de respeto. Tengo muchas fotos que se me han ido pero que conservo en mi mente. Ojala algún día aparezcan de nuevo.
¿Qué sientes al ser fotografiada, al encontrarte del otro lado de la cámara?
No me gusta: como ser un cazador cazado. Ahora bien, hay gentes que me han fotografiado y su trabajo me ha gustado. Filmar, eso sí. Fui actriz cuando estudié cine. Hice una película y recibí un premio a la mejor actriz del año.
¿Cómo se llama la película?
Los nuestros de Hermosillo, de 1969. Me pidieron que siguiera en la industria, pero meterme a ese mundo… jamás. A mí me gusta la soledad, por eso soy fotógrafa.
¿Los autorretratos son una puesta en escena?
Los autorretratos provienen del inconsciente pues ahí no me da miedo fotografiarme con todos mis problemas. “Ojos para volar”, donde aparezco con un pájaro muerto, tiene que ver con un estado de ánimo. El de las serpientes se debe a que estaba en psicoanálisis y sentía que me salían serpientes. Bueno, dije, pues hagamos la foto, esa sí más pensada. Hace mucho que no tomo autorretratos.
¿Cuándo empezaste a exponer tu trabajo?
Hace mucho tiempo, Álvarez Bravo invitó a cuatro de sus asistentes y expusimos en Washington. Expuse por segunda vez en la Casa de la Cultura de Juchitán con el material sobre el pueblo. Después lo hice en la Casa del Lago. La serie de Juchitán ha viajado por todo el mundo. Ya no lo soporto…
Es como tu sello…
No quiero que sea mi sello. Adoro Juchitán, es mi segundo hogar, pero tengo otras cosas.
¿Qué opinas del mercado del arte y del valor que les da a las piezas?
Yo no subo mis precios; es algo que me enseñó Álvarez Bravo. Me parece ridículo que una foto se venda a precios exorbitantes. La fotografía, como decía Álvarez Bravo, es como el grabado: se reproduce para ser apreciada en revistas, en libros…
¿Qué estás leyendo en la actualidad?
Estoy leyendo la biografía de Cortés de José Luis Martínez y conociendo un poco más del México prehispánico. Bernal Díaz del Castillo es mi autor de cabecera.
Alguna vez leí que en México la norma está siempre cuestionada y que hay oportunidades de sobra para tomar imágenes bizarras y estrafalarias, que abundan al punto de haberse convertido en cliché. ¿Qué hace que tu obra escape a esto?
México no es un país surrealista. Breton, que era un dictador, vino, lo dijo y nos lo creímos. En un catálogo, Breton incluyó a Álvarez Bravo como fotógrafo surrealista. Yo alguna vez le pregunté a Álvarez Bravo si era surrealista y me contestó: “Qué más da, Graciela, no importa”.
México es un país maravilloso con muchas cualidades. La cámara me ha dado la oportunidad de conocerlo bien. Pero México es también muchos países. En Juchitán te hacen bromas eróticas, te invitan a quedarte en sus casas; los seris son muy lindos pero son gente del desierto. He trabajado en la frontera, en el Cañón de Zapata, donde los inmigrantes esperaban a que pasara el pollero para pasarlos por los túneles… y era tal desesperación… Algún día quiero hacer un libro sobre la frontera.
En una foto del baño de Frida hay un par de pies en la bañera. ¿De quién son?
Míos. Me acababa de operar —por eso están horrendos— y me acosté en la tina porque Nicolás Echevarría estaba filmando un documental sobre mí. Dije: “Nicolás, esto es un sacrilegio”. Me pasé todo el día diciendo “Ay, perdón, Fridita, perdón por acostarme en tu tina”.
Estas fotos aparecen a color y en blanco y negro…
Hay un portafolio de siete fotografías a color, numeradas, pero me gustan más en blanco y negro. Como decía Octavio Paz: la realidad es en blanco y negro. Lo que pasa es que como fotógrafa estoy deformada y sólo veo la foto en blanco y negro.
Acerca de la exposición y catálogo del Museo Amparo, ¿cómo se desarrolló el concepto, cómo empezó y cómo evoluciono?
Surgió cuando me invitaron de Puebla y mostré las fotos recientes e inéditas que había tomado. Hay gente en una parte, hay paisajes en otra. Tomo la arquitectura como paisaje y en medio hay contactos de mi antiguo trabajo. La exposición se inaugurará en septiembre en el Museo Amparo.
La foto que más me gustó del catálogo aparece también en Babel: una niña se peina sentada en una silla mientras su padre aguarda de pie. ¿Es una escena de la película?
Se trata de unos extras que estaban ahí por si acaso recibían un llamado. No vayas a creer que eran parte del elenco. Estaban esperando a ver si se necesitaba un extra y cuando los vi me sorprendieron y los tomé. El señor pasaba por ahí y se quedó mirando cómo se peinaba la niña, y yo me quedé mirando a los dos.
Yo ya había hecho toda una historia en mi cabeza sobre un padre y una hija… la espera del padre…
No, no, no. Todo lo hago de manera intuitiva. Los vi y dije: “¡Madre mía, este señor y esta niña peinándose por si la llaman!” Entonces tomé la fotografía.Publicada en el Suplemento Cultural Laberinto
@anitzel
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