Pues bien… en el siglo XIX con todo el sentimiento del romanticismo, las damas de buena cuna (dirían algunos un poco cursis) tenían un "álbum' donde admiradores dejaban desde poemas, declaraciones de amor hasta pequeños recuerdos para sus amadas.
Así, la famosa y bastante vituperada Rosario de la Peña en su álbum contó con aquel poema con el que Acuña dijo adiós a la vida.
Escribió para ella:
Nocturno
a Rosario
I
¡Pues bien! yo necesito
decirte que te adoro
decirte que te quiero
con todo el corazón;
que es mucho lo que sufro,
que es mucho lo que lloro,
que ya no puedo tanto
al grito que te imploro,
te imploro y te hablo en nombre
de mi última ilusión…
Luego se suicidó. Lo que siguió; él se volvió famoso, Nocturno es uno de los poemas más leídos y pronunciados de las letras mexicanas, el más popular. Ella, pues pasó a la historia como la causante de la muerte de su amante. Que ni siquiera fue tal.
Carlos Germán Amézaga, periodista peruano entrevistó a Rosario cuando ella tenía 40 años, con la creencia de que había causado la muerte del poeta, al final Amézaga abandonó su creencia:
"Si fuese una de tantas vanidosas mujeres, me empeñaría por el contrario, con fingidas muestras de pena, en dar pábulo a esa novela de la que resulto heroína. Yo sé que para los corazones románticos no existe mayor atractivo que una pasión de trágicos efectos cual la que atribuyen muchos a Acuña; yo sé que renuncio, incondicionalmente, con mi franqueza, a la admiración de los tontos, pero no puedo ser cómplice de un engaño que lleva trazas de perpetuarse en México y otros puntos. Es verdad que Acuña me dedicó su Nocturno antes de matarse (...) pero es verdad también, que ese Nocturno ha sido un pretexto nada más de Acuña para justificar su muerte (…)
Lo cierto es que cuando se suicida Acuña tenía un hijo de mes y medio con la también poeta, Laura Méndez, y se ha relacionado la con la causa del suicidio la hiperestesia patológica. “A nadie se culpe de mi muerte” “nadie más que yo mismo es el culpable”. Manuel Acuña (1849–1873).
Por sí, o por no, al menos se deben ambos la inmortalidad. Al amor no correspondido, al amor no declarado. Al amor impreso, a las palabras. Después de todo, correspondido o no, quién no hubiera atesorado una declaración así.
Wikipedia cita que Rosario de la Peña tenía la ocupación de musa. Cierto si pudo inspirar a esa pléyade de poetas, cumplió con su cometido. Dícese de Rosario, que era morena, de sangre española, alta y erguida, sus ojos, de un pardo obscuro, centelleaban en la cavidad de sus órbitas con la inequívoca luz de la inteligencia. Una nariz correcta, unos labios muy rojos, apretados y finos. (Entrevista de Carlos Amézaga).
En el famoso álbum de nácar de Rosario que le obsequió Ignacio Ramírez alias el Nigromante y que le dedicó así; “Ara es este Álbum: esparcid, cantores, / a los pies de la diosa, incienso y flores”; escribieron entre otros hasta José Martí:
En ti pensaba, en tus cabellos
Que el mundo de la sombra envidiaría.
Y puse un punto de mi vida en ellos
Y quise yo soñar que tú eras mía.
El Nigromante:
Cuando pasen los años, ¡oh Rosario!
Si no me encierras en perpetuo olvido,
Así dirás con aire distraído:
“Era de extravagancias un armario.
Y aquel al que ella amó, aunque nunca llegó a consolidar su amor. Vivieron ella rodeada de admiradoras y él viviendo en los confines de la enfermedad.
Manuel M. Flores:
Perdóname, Rosario [...] yo no sé lo que digo, yo no sé lo que escribo [...] Es la alborada, en el día siguiente, y aún estoy en el día de ayer. He robado al sueño todas sus horas para pensar en ti. ¡Te amo, Rosario, te amo! Si un grito pudiera escribirse, tú encontrarías aquí el de mi alma: "te amo"!
Ya antes de las famosas reuniones poéticas en la casa de los De la Peña, Rosario había estado prometida al Coronel Juan Espinoza y Gorostiza, que murió trágicamente en un duelo. Rosario, la musa, nunca se casó.
No es el filósofo el que sabe donde esta el tesoro sino el que trabaja y lo saca. Francisco de Quevedo Se sentaban en mi cama. Mira, por esta y hacía con la mano la señal de jurar. Lo sentía, el peso, el rechinido de la cama, niña que se me caían los calzones del susto, decía mi pobre abuela. Si le hubiéramos creído otro gallo nos hubiera cantado. O no. Ya ni sabe uno. Resulta que eso de los tesoros es real y había uno enterrado en una casa de adobe que rentamos un día Don Vic y yo a las afueras de Puebla. Ni me acuerdo cómo fuimos a parar a ese pueblo que hoy será dizque muy bonito, pero en ese entonces eran tres calles de terracería y uno que otro ranchillo. Eso sí, mucha iglesia y campanario. La casa se estaba cayendo, si por eso nos fuimos. Si la niña les hacía tremendos hoyos a las paredes si se descarapelaban todas. Tenía su corral y una huertita. Todo era color adobe, sepia, tierra. Le sembré unos malvoncitos pero nunca se me dieron las plantas, no les tengo paciencia.
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