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La vieja cubana




       Todos los días escucho sus pasos al subir la escalera. A las siete de la mañana en punto. Es mi despertador, tengo el sueño ligero. Va a hacer la compra, algunas verduritas, carne diario, sobre todo puerco, pollo a veces. Cocina todos los días, aunque sea para ella sola, y siempre me deja un tuper, de lo que hizo ese día en la puerta.

 Yo soy huérfana y hasta ahora, que me acuerde, nadie me había cuidado como ella. Es cierto que nos vemos muy poco. Solo a la hora de recoger el periódico y cuando le arrecia la soledad, como dice.

 Es bueno saber que está ahí, porque a mí también la soledad se me cae encima cuando llego de trabajar. La luz está apagada, el departamento vacío y se oyen mis pasos en el eco de la nada. Con las paredes de cartón que hay en los nuevos edificios se oye todo.

 Caridad, mi vecina, es una vieja como de 70 años, vive sola, es bullanguera pero no vecindera, en el edificio solo nos hablamos ella y yo. Coincidimos a las ocho de la mañana cuando recoge los cuatro periódicos que recibe. Dos de México y dos de España. Me gusta estar informada, me dijo un día, y así me entero de lo que pasa; allá no sabíamos nada más que lo que pasaba en la isla y pues no era mucho. A veces platicamos. Me invita una infusión y me platica de su vida.

 Debe haber sido muy guapa. Es blanca y a pesar de su edad tiene la piel fresca, sus ojos son grises y su mirada profunda. Su departamento esta lleno de cualquier tipo de objetos. Tiene un cuarto lleno de periódicos. --No puedo tirar nada, me dice con una sonrisa tímida. Cuando te hacen falta tantas cosas en la vida atesoras lo que tienes. Hay cualquier cantidad de folletos publicitarios, cartas, postales, periódicos muestras de esas que dan en los supermercados. Los muebles son pocos. Los necesarios.

 Pero, eso sí, varias mecedoras, una en cada estancia, para tomar el fresco. «No me acostumbro a vivir dentro de estas paredes, allá vivíamos afuera, en las terrazas». Tiene un pequeño balcón que ya no usa. Plantas muchas y un montón de pájaros, que ¡ay cómo hacen ruido!

 Me contó que una vez un canario amarillo entró por su ventana y se quedó, salió corriendo por una jaula y desde entonces le gustaron esos animalitos. Todas las paredes muy blancas y limpiecito todo. ¡Cómo le gusta limpiar! Se la pasa con el trapeador en la mano. El radio en la cocina siempre prendido en la estación que da la hora. Para compañía y para que no se me pase la novela, me dice. Tiene obsesión por la televisión. Al menos aquí no tengo que escuchar al barbón pavoneándose todo el día.

       Un buen dia la vi muy apurada en la puerta de su departamento, recogía sus periódicos y me sonreía, pero no se animaba a decir nada.


Le pregunté: «¿Se le ofrece algo?».

—Ay, es que me da mucha pena, pero si te voy a molestar mi niña—, me respondió.

—Claro, dígame ¿qué pasa?


       Me invitó a pasar y me enseñó una computadora portátil con todos sus aditamentos, «lo que pasa es que mi hijo que está en Miami, me regaló esto y dice que puedo hablar con él siempre que quiera sin que me cueste. Yo no lo creo ¿tú sí?».

—Puede ser —le dije—, solo necesita una conexión a Internet.

—¿Una qué?.

Me di cuenta de que iba a ser una larga conversación.

—Si no es mucha molestia —me dice—, me puedes dejar esa cosa lista para que yo nada más tenga que hablar o teclear. Era secretaria, ¿sabes?... escribo muy bien a máquina.

—Claro —respondo y pongo manos a la obra. Nunca la apaga no sea que se vaya a malograr.


       Esa fue la primera vez que probé sus deliciosos guisos. Ese día me acuerdo de que me dio ropa vieja, o como la conozco yo, tinga de res. Le dejé todo listo para que pudiera hablar con su hijo. De vez en cuando me hago la acomedida y me asomo a ver cómo está la conexión, pero es que me gusta tanto su cocina y su plática.


       Exiliada por doble partida, carga con ella su triple nacionalidad. A los seis años salió de España con sus padres. A los sesenta años salió de Cuba con sus hijos. Luego se siguieron para Miami. «No los pude seguir más», me dice con esa melancolía que le da al hablar de su familia. Aquí me quedé sola en este país que me quiere y que quiero.

 En este lugar nadie me molesta, estoy en paz. Mis hijos me mandan mi dinerito y vivo más que bien. Me dice Mima y me hace tostones. De España casi ni se acuerda, pero de Cuba tiene todo y sé que extraña a morir su tierra, su isla, su mar, su música, su comida, su expresividad, hasta su santería. Mi papá siempre fue el gallego en Sancti Spiritus.

 Tenía un tendajo de abarrotes, una bodeguita, donde había de todo, y nos llegó a ir bien. Mi hermana y yo éramos la novedad del barrio. Tocábamos el piano y todos nos sacaban a bailar. Salíamos en los diarios, «mira», y me enseña un recorte donde salen las dos «hermanas Vivanco» muy acicaladas y bonitas junto a un piano de cola. Se anunciaba alguna fiesta del lugar. Suspira, eso fue hace tanto.

 Mi padre murió antes de la Revolución, que bueno, no creo que hubiera soportado a otro Franco, o peor a un Fidel. No creas, fue bueno por algún tiempo. No me puedo quejar tanto; vivimos bien. Después de todo mi hermana y yo dejamos todo por él, se lo dimos todo, creíamos en él, en todo lo que pasaba, y nunca nos pesó haberlo hecho, hasta que destruyó mi familia.

 Primero mi viejo, murió de un infarto yo digo que murió de tristeza por lo infelices que eran sus hijos, por las ansias que tenían de irse de una buena vez de la isla. Mi hijo mayor llegó a decir que en esa isla no cabían los dos, y es cierto. Desde que se fue —él se fue para España— no ha vuelto, ni volverá. Por eso estoy aquí, al menos aquí me pueden visitar. El otro se fue para Miami. Es artista ¿sabes?, te gustaría ese muchacho, muy bueno él.

       A mí sí me gustaría conocerlo pero nunca viene, ninguno de los dos, ella esta solita aquí pero bueno yo también y soy mexicana. Tengo algunos amigos pero no me gusta la gente. He salido tan herida, mis padres de mierda que me hicieron la vida miserable tantos años; la familia que nunca existió para mí y después de su muerte me abandonó. En fin. La soledad se encuentra donde sea.


       El otro día me regaló una muñeca, «es Yemayá, te va a cuidar, te va a curar ese mal santo que traes, que no te deja conocer hombres».


       Las novelas, no se pierde ninguna, dice que allá en Cuba se citaban todas y de seis a ocho miraban juntas la novela, «éramos cinco, cuando me vine ya nada más éramos la Lola, mi hermana y yo. Todas se habían ido. Así es allá, Mima, se pierden amistades, hijos, familias enteras separadas».


       Ya en la noche siempre oigo la novela del dos, a veces voy a verla con ella. Nos sentamos en la mecedora con alguna cosa de comer y la vemos. A mí en lo personal la novela no me importa y ahora que no está no vuelvo jamás a ver una; era más bien la compañía, las dos meciéndonos, burlándonos de los actores, ¡cómo se emocionaba ella con los galanes!, «¡aay Mima, que la besa!», me decía. Al final, un son cubano siempre me acompañaba a dormir. Nunca había silencio en su casa. A esa hora me la imagino sentada en su mecedora con los ojos cerrados en sus recuerdos.


       Un buen día no escuché más el radio ni la televisión. Los periódicos se acumulaban en la entrada. Preocupada le pedí al conserje que abriera. La encontramos en su mecedora, viendo a la ventana que da a la calle con una sonrisa, y su rostro lleno de paz. Tenía uno de esos periódicos sensacionalistas abierto en una página donde, abajo de una foto de Fidel, decía ...

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