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Retazos de vida

 





Tenía veinte años de no regresar al pueblo, al mío, ese pedazo de tierra de donde salí para estudiar en la capital, y luego irme a otro país, y luego buscar un lugar para mí. Es de madrugada, siento el sol salir detrás de mí, veo el reflejo de algo rojo, pero no logro ver bien qué es. Me acerco, es una camioneta roja, vieja, muy vieja, como todo aquí. Está junto a una palmera, la única que se ve, una palmera larga y sin hojas, o casi seca, una hoja seca y triste color marrón. Todo tiene un aspecto desolado de pueblo fantasma, todo menos un dibujo en el lado derecho de la camioneta. Me acerco, estoy retrasando la llegada al pueblo, lo sé.

Me duele el regreso, el olvido, o será el recordarlo todo de nuevo. El dibujo de un lado es un esqueleto de dinosaurio pintado el blanco. Me fijo bien, y la pintura de la camioneta, que es vieja, muy vieja, es nuevecita; la camioneta reluce, el sol se refleja con más fuerza sobre ella, y el esqueleto parece vivo y me mira.

Me mira y se mueve, me acerco; debe de ser una ilusión óptica; estoy cansado, me he pasado de copas y estoy un poco jalado, he manejado la carretera del otro lado de la calle y no me he fijado hasta que casi me mato; sentí las luces del coche del otro lado sobre mí; eso me despertó.

Me acerco a la camioneta roja, le doy la vuelta, abajo está el pueblo, se ven muy pocas luces, está amaneciendo. Me acuerdo cuando el pueblo tenía sólo una central, y se prendían las luces a la misma hora siempre, las 5.30, a menos que hubiera una emergencia en el hospital. Yo creo que ya hay luz, como en toda la isla. No sé; hace tanto que me fui…

Saco un cigarro y lo prendo, lo disfruto; yo creo que aquí era donde fumábamos escondidos Pepón y yo. ¿Qué habrá sido de Pepón y de Felipito, y Paquitín? Mis amigos de la infancia…

Cuando me dispongo a irme le doy una última mirada al blanco sobre el rojo, al dinosaurio sobre la camioneta, que me sigue viendo. Me acerco y siento un golpe en la cabeza; me caigo, pierdo un segundo el conocimiento y veo una cara justo sobre la mía; alguien me llama por mi nombre y me abraza; balbucea algo como «¿ya llegaste hermano? ¿Me vas a dar cerveza?».

Enfoco, ¡pero si es Chema, el Mongo! ¡Chema, hermano! —le digo—, ¿qué haces aquí? ¿Aquí, dónde? ¡Pues aquí, chico, parado aquí! Pues es mi casa. ¿Cuál? ¿Tu casa, la camioneta? Sí, la pinté y todo papo, ya ves que me gusta el rojo. Creí que alguien me había dicho que el Mongo se había muerto. Ya sé qué piensas —me dice el Mongo—. ¿Ah, sí? ¿Qué? Que no sabías tú que yo estaba vivo; el que se murió fue mi hermano. ¡Ah, con el Mongo!, digo, de Mongo nada. ¿Y tu mamá y Celinita? Me echó… de la casa cuando se murió mi hermano. Ahora recuerdo; alguien me contó la anécdota.

Cuando murió el hermano, en el funeral, la madre en su desesperación gritó pero porque no se murió el Mongo, porque se tuvo que ir Rafaelito, a lo que el pobre Mongo contestó «al que le toca le toca». Y lo veo ahora, con esa paz que le da el no querer nada. Saca un tabaco, lo enciende y me da uno. ¡Pero si sólo tienes uno!; lo sigue sosteniendo como si yo no hubiera dicho nada. Lo tomo y lo prendo. Los dos nos quedamos mirando el amanecer, como cuando éramos niños y nada nos preocupaba. Sentado ahí con él empiezo a recordar tantas cosas que se habían ido al fondo de mi mente. Recuerdo cuando hicimos que el Mongo… (no debería llamarlo así; le pregunto: Chema, ¿te molesta que te digamos Mongo? Eso soy, ¿no? Un mongo).

Le doy otra calada al tabaco, lo miro largo rato, él parece no darse cuenta. Cuántas cosas le hicimos al Mongo, y otras que nos hizo él. Suelto una carcajada. Chema, ¿te acuerdas cuando te jalaste con la cubeta de cerveza en la feria? ¡Condenado! Nos dejaste secos a todos.

En la feria del pueblo, siempre sacaban cerveza para todos, las ponían en cubetas de plástico y cada uno se servía como podía, había baile y mucha bulla, y siempre se iba la luz, del apagón no nos salvábamos ni en la feria. Y en una de esas, en uno de esos apagones, cuando vuelve la luz, ahí estabas, Chema, abrazado de la cubeta vacía, repitiendo: «¡esto y jalao, estoy jalao!». ¡Mendigo Mongo! Jalao te pusieron de la patiza. Y cuando casi te cagas del miedo porque te hicimos brincar ese edificio. Mongo, ese día aprendiste a decir malas palabras. Celinita casi nos mata: «¿Qué le enseñaron a mi muchacho, bola de comemierdas?». No brincaste, Mongo; eras más listo que nosotros; ya ves que Luisito brincó y se rompió la pata. Era un pequeño hueco, entre mi casa y la de…

Me quedo en silencio un momento, ¿seguirá en España? Ahí la dejé, la última vez que la vi, con una niña igual a ella. ¿Estás pensando en ella? En … calla Mongo, déjame seguir aquí un poco, empaparme de esta tierra, de esta vista. Pero… ¡Ja! Y el día que te agarraste al poste y no te soltabas, ¿te acuerdas Chema? Volteó y se fue. Chema no está. Chema, ¿dónde cojones estás? ¡No me espantes! Estoy meando, no me aguanto.

Me siento bien con Chema, fue mi amigo inseparable, recibió la mayoría de los regaños que eran para mí y Luisito; siempre le echábamos la culpa. El día que lo encontraron abrazando el poste, y que gritaba ¡Celina! ¡Celina! ¡Me llevan!, fue nuestra culpa, lo emborrachamos y le dijimos que tenía que dirigir el tráfico en el pueblo.

Lo nombramos el compañero oficial don Chema Mongo. Y éste que se toma muy en serio su papel y ahí lo tienes parado con un uniforme que quién sabe de dónde sacó, muy derecho él dirigiendo el tráfico o más bien desdirigiéndolo, se formó tremenda cagazón, hasta que vino el compañero oficial, muy oficial, y lo quería arrastrar a la comisaría, ¿qué hizo Chema? Se agarró al poste, y ahí seguía, gritando: «¡Celina! ¡Ayúdame, me llevan!». Hasta no sé cuántas de la noche. Cómo nos gritó Celina ese día: «¡Muchachos de mierda, si los veo cerca de mi muchacho los agarro a madrazos!». Era buena Celina, pobrecita. Un café, ¿quieres un café? —me dice el Mongo—. Pero, ¿tienes? ¿Aquí? Me da una taza; nunca he sabido de dónde saca las cosas el Mongo. Pero siempre tiene café y tabaco, y la panza llena, como dice él. Como el día que se tragó todo el cake de cumpleaños de Luisito, y cuando le dijeron que ahora venía el puerco asado se fue a vomitar, para que le cupiera el puerco. ¡Ah, Mongo! El puerco nunca llegó; ya para esa época no había puerco.


Mongo, ¿tú pintaste ese dinosaurio en la camioneta? ¿Cuál? Ese, el blanco; es que nos está mirando. ¿El Borlas? Es mi amigo, siempre está aquí conmigo. Me levanto; tengo que enfrentar esto, tengo que enfrentar a mi pueblo. Saco la cámara y le tomo una foto al Mongo, al Borlas y a mi pasado.



Anitzel Díaz
Publicado en Revista Destiempos

Para leer más relatos:



La señorita Finita era amante del esposo de la hermana de mi abuela. Era la única gracia que se le conocía. Nunca salía de su casa, la gente murmuraba pero no mucho, nadie sabía que hacía ni de que vivía. Dicen que era hija de uno de los grandes cuando Batista,

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- Abuelo, ¿cómo conociste a mi abuela?

El abuelo con un paquete de Faros en la mano y un cigarro en la boca me responde – en su casa, allá junto al río–.

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Pues bien… en el siglo XIX con todo el sentimiento, del romanticismo, las damas de buena cuna, dirían algunos, un poco cursis, otros, tenían un "álbum' donde admiradores dejaban desde poemas, declaraciones de amor hasta pequeños recuerdos para sus amadas.

Así, la famosa y bastante vituperada Rosario de la Peña en su álbum contó con aquel poema con el que Acuña dijo adiós a la vida.

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